martes, 17 de septiembre de 2013

Alfa

No tarde mucho en descubrir que no era un macho alfa. No hay parámetro tan revelador como la organización de las "retas" de fútbol en la primaria en la infancia. Nunca fui quien escogía, sino que era elegido por otros. Si a eso le aunamos que mi carisma natural no atrajo más que apretones en las mejillas de mis tías y amigables golpes en el brazo por parte de mis compañeros de clase igualmente marginados, no hay mucho qué especular.

A menudo, en sesudas e inútiles (adjetivos ambos indisociables) discusiones con amigos, bromeamos sobre el papel que podría tener gente como nosotros en un holocausto zombie o, para abogar por la verosimulitud, en una revuelta social de magnitudes considerables e incluso en el cacareado reboot tecnológico de la sociedad occidental. Un sorprendente -sorprendente por desconcertante- conocimiento de cultura popular, humanismo y arte, teorías epistemológicas, cronologías comiqueras y habilidades gamers no parecen la clase de herramientas que aseguren la supervivencia de la especie humana.

Aunque nos gustaría pensar que haber jugado todas las versiones de Resident Evil y conocer al dedillo todas las frases badass de Clint Eastwood nos salvará cuando llegue el momento lo cierto es que, bajo los parámetros de la naturaleza, gente como yo está hasta el fondo de la cadena alimenticia. Cuando la distopía repte por las calles dudo mucho que saber apreciar e identificar la belleza sutil en la poesía del siglo XIX sirva de mucho, igual que poder teorizar sobre las implicaciones morales de la novela gráfica de finales del siglo XX no nos alimentará cuando la energía eléctrica se haya esfumado.

Por otro lado, un poco más centrado, si echamos un vistazo alrededor, actualmente no prevalece necesariamente quien tenga el garrote más grande, sino el que conozca los entresijos de la maquinaria, las reglas del juego, las sutileza del código y los límites del campo. Afortunadamente para nosotros, los que adolecemos de una herencia genética preponderántemente simiesca, el mundo, torcido como está, ha cambiado.

Sin embargo, de vez en vez, cuando el humano es arrastrado por el instinto, quedamos varados con nada más que lo que traemos encima para hacer frente al lado feo y visceral de la vida. Mi saldo hasta ahora, puedo decirlo, ha sido bueno. Son buenas noticias.

No. Nunca podré sacarte en brazos, saltando de una azotea a otra, cuando el edificio esté en llamas. Pero recordaré el procedimiento estándar para salir de ahí. Nunca podré vencer un escuadrón brasileño de la muerte. Pero seré lo suficientemente sensato para no meterme en una favela por la noche. Nunca podré llegar en un vehículo inmenso que apabulle el ego del resto de la manzana donde vives. Pero haré que caminar a mi lado sea un viaje más enriquecedor. Nunca podré hacer temblar 1000 empleados con mis palabras porque serán ley y orden. Pero mis palabras, siempre atentas, acariciarán y nutrirán tus sentidos.

No, no soy un macho alfa.

Pero -eso sí- puedes contar conmigo para atravesar cada callejón oscuro que se atraviese en tu camino. Ya pensaré en algo, lo sabes.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Ejercicio

No intento caer en lugares comunes. O, al menos, si lo hago quiero hacerlo con estilo. La mujer, su aprobación y culto, produce todo tipo de movimientos, acciones y reacciones. Desde el vuelco endorfínico en el estómago al verla cruzar el umbral de nuestra vida, el violento movimiento estomacal cuando nos dicen, dándonos la espalda, que tenemos que hablar e, incluso, el más campechano y festivo doblez en la costura del pantalón que se ubica en la entrepierna. En otras palabras, en un brutal ejercicio de honestidad, muchos de nosotros no nos lavaríamos los dientes o usaríamos ropa interior si no hubiese una mujer involucrada en la ecuación.

La otra noche frente al refrigerador, lugar común -ese sí- para los grandes acontecimientos domésticos Mi Mujer (mía no porque me pertenezca, sino porque, sencillamente, me es como yo le soy) me dijo algo que me hizo reaccionar. Si hay hombres que escalan montañas para, un par de años después, poderlo presumir en un bar al conocer una chica; ¿por qué yo no habría de reaccionar haciendo lo que mejor hago: escribiendo sin pulgares.

No pretendo ser didáctico, no pretendo ser conocido, no pretendo sistematizar; sólo quiero abrir un buzón para hablar, paradójicamente, de lo que no puede ser dicho frente al refrigerador. No se puede porque soy un firme creyente de que la palabra y el lenguaje escrito albergan una alquimia aparte del ritmo y capricho propio de la conversación cotidiana. Quiero, pues, escribir y dialogar conmigo sobre todas esas letras que se empachan entre el pecho, el estómago y las seis de la tarde.

Nuevamente, si un tipo escribió todo un libro (¡en hexámetros!) para impresionar una chica, si un jeque mandó alzar un edificio entero por una trigueña e incluso un chico japonés almacenó su semen durante semanas en un envase para honrar su fascinación por una mujer, ¿qué de raro tiene que yo abra un espacio para escribirle, impresionarla y honrarla? Y, de paso, porque así funciona este oficio, escribir así fragmentos de la historia de un "nosotros" que hace eco en cada palabra que pongo delante de otra.